Durante muchos largos veranos en la montaña comenzaron a hacerse las acuarelas (parecía que eran ellas quienes se hacían o, al menos, quienes reclamaban ser hechas), comenzaron a brotar en paralelo a los grandes paisajes al óleo y como contrapunto de ellos. Nacieron para renovar la atención a la vida vegetal y, en cierto modo, para respirar mejor. Prestar atención supone un primer compás, un primer movimiento que conduce a la música del amor. Y la disciplina de la técnica de la acuarela —leve, íntima y directa—, favorecía esa cuidadosa mirada a la pequeña vida vegetal y a su secreta inteligencia; a la belleza gratuita y anónima que no cuesta dinero; al pacífico heroísmo que permanece quieto; al detalle, cuya etimología (tailler, taliare) acaso se emparenta con la tala y la fragmentación de árboles. Por último, también, a la lentitud, al silencio sostenido de la contemplación.
Nacieron de ese modo las acuarelas vegetales como una forma silenciosa de dar gracias. Para no olvidar lo aprendido de las plantas, para recoger y fijar sus enseñanzas.
Los motivos se hallaban por todas partes —en Denia y en Jávea, en la Sierra de Espadán, en el Camp de Túria— y en todo momento, pero, sobre todo, en Náquera y en verano. En ese lapso que cada año renueva su retornelo con la infancia y sus lazos con la eternidad. En ese tiempo otro que nos salva, o en el que podemos salvarnos, porque podemos dejar de ser rehenes del rendimiento, de la competitividad, del éxito y de todo eso que emponzoña el intenso sabor desnudo de la vida.
Todos los veranos, espontáneamente, sin apenas voluntad y por supuesto sin idea alguna de proyecto, fueron haciéndose acuarelas como una buena manera de habitar la montaña. Prestar atención a lo que en ese lugar se nos ofrece y no estar allí igual que se estaría en cualquier otro lugar. Acuarelas del natural que recogen lo más próximo, lo que te sale al encuentro y puedes tocar.
Con el paso de los años —más de diez—, se fueron acumulando. Una primera serie titulada Doble sombra. Diario de Agosto se expuso en 2012 en el IVAM, dentro de la exposición Más al Sur y allí se quedó. De entre las muchas que fueron surgiendo después, con más color y con formatos mayores, he querido hacer ahora una selección de 86 acuarelas para mostrarla en el Instituto Cervantes de Tánger.
He querido componer con ellas una especie de herbario que reúna no solo las formas y los colores de las plantas sino también los momentos de atención, todo ese tiempo dedicado a recoger sus formas y colores que ya ha sido, por sí mismo, valiosísimo.
Un herbario, porque las plantas ya no están en su sitio. Están en ningún sitio, suspendidas en el limbo blanco que media entre la memoria y el olvido, entre lo que la representación logra recoger y todo aquello que se pierde. Suspendidas en el espacio para que puedan seguir también suspendidas en el tiempo.
José Saborit, Pintor y escritor. Catedrático de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica de Valencia. Académico de Número de la Real Academia de San Carlos de Valencia.
Desde finales de los años ochenta su pintura se ha mostrado en más de un centenar de exposiciones colectivas e individuales y figura en diferentes instituciones y colecciones privadas nacionales y extranjeras.
Entre sus últimas exposiciones destaca Con el aire (Centro del Carmen, Generalitat Valenciana, 2008), Más al Sur (IVAM, 2012), La misma savia (Galería Shiras, Valencia 2017), Art Madrid (2018), La escalera de Jacob (Galería Shiras, 2018), Mientras la luz (O_Lumen, Madrid, 2018-19), Verano (Jardín Botánico de la Universidad de Valencia, 2022)