En un espacio cualquiera, que ha de ser perfecto para beber alcohol, se dan cita cuatro personas -la Chica, la Mujer, el Hombre 1, el Hombre 2 y un Policía- a los que se suma el espectro del Cazador Gracchus.
En este entorno propicio a la comunicación más desinhibida, estos personajes interactúan y comparten pensamientos: el anhelo de la conquista de un fin que se sabe fuera de aquel entorno compartido -en forma de casa, de ciudad, de país, de mundo- es el principal de ellos.
De esta problemática existencial se desgajan otras, más particulares:
La invisibilidad individual en un mundo donde nadie hace daño, donde a nadie han herido; un mundo que es sólo un conjunto de seres-nadie, habitantes flotantes de un espacio onírico e incomunicado.
Un vacío vital que se imagina, por ejemplo, en París, donde las personas son sólo sus ropajes y sus casas sólo son sus vestíbulos.
El fin anhelado, y buscado, se halla prisionero entre el acto y el pensamiento; entre el miedo y el amor, un amor que ha sido apenas sustantivo vacío de uso y aplicación. La convicción en que la vida es una colección de temores en los que no solemos reparar, un conjunto de miedos que sólo la muerte conseguirá aplacar.
Mientras el diálogo entre los personajes vivos evoluciona por los conceptos expuestos, el Cazador Gracchus, el personaje muerto, será quien agote toda esperanza en la redención de la muerte: tras ella, el viaje en busca de un fin es de nuevo un recalar en un sinfín de puertos, un cruce constante de mares de la muerte sin alcanzar la playa del otro mundo.
Lo incomprensible permanece incomprensible por siempre, vayamos donde vayamos en busca de explicación.
Es mejor, mucho mejor, rendirse y permanecer uno a solas con su propio verdugo.